Antes de 1869, año en que se acuña el término clínico de
homosexualidad para el deseo erótico cuyo objeto es una persona del mismo sexo,
dicha atracción había conocido múltiples denominaciones –inversión, uranismo,
sodomía–, cada una aproximativa y azarosa, ninguna de ellas interesada en
reglamentar social y científicamente el deseo. Lo que propone el escritor
italiano Paolo Zanotti, profesor de literatura en la Universidad de
Bolonia, en su libro Gay, la identidad homosexual de Platón a Marlene Dietrich,
es un recorrido histórico por la construcción de lo que hoy llamamos una
subcultura gay. El título original del libro también sugiere una crónica amena
y documentada de “cómo fue inventada la identidad homosexual”.
La primera exploración la hace Zanotti en la Grecia clásica, una cultura
donde los hombres que creían poseer un alma noble y un carácter viril, buscaban
como objeto de placer sexual a sus semejantes, es decir, a otros hombres dueños
de cualidades parecidas. Como lo señala Michel Foucault en su Historia de la
sexualidad, los roles sexuales actuales de activo y pasivo tuvieron entonces
una connotación distinta. El hombre activo era el iniciador de los adolescentes
a un mundo de la sexualidad que era también un mundo de madurez y de sabiduría;
como las mujeres, el efebo debía ser sexualmente receptivo y no había en ello
demérito alguno, solamente la pasividad adulta era objeto de condena social.
La tiranía de los roles sexuales
De acuerdo con el autor, en la era moderna la condena de la
homosexualidad pasa por la reprobación de toda conducta capaz de menguar las
cualidades intrínsecas al varón en la sociedad burguesa. Una de ellas es
esencial: el control de las pasiones. El comportamiento viril idóneo se construye
con prohibiciones nuevas: el hombre no debe llorar ni manifestar debilidad de
carácter, no debe ceder a la coquetería en el vestir ni tampoco en el arreglo
personal.
Contrariamente a la mujer, determinada desde su nacimiento
por su sexualidad y por las funciones biológicas y sociales que con ella se
relacionan, el hombre tiene la posibilidad y el deber de controlar sus impulsos
sexuales con el fin único de “ganarse la anhelada identidad viril”. Zanotti
reproduce la sentencia: “Mujer se nace, hombre se hace”. El varón que
transgrede estas prohibiciones y se identifica con el sexo opuesto se coloca de
inmediato como un renegado de su propio sexo y por lo mismo un paria digno de
reprobación. Y añade el autor: “La prohibición del sexo entre hombres trae consigo
otra importante novedad: la desconfianza hacia la amistad masculina. La
intimidad entre dos hombres será fuente de una angustia creciente: a partir de
1770, por ejemplo, los chicos de los colegios ingleses ya no podrán compartir
cama”.
La relectura de la historia de las civilizaciones a través
del entendimiento de la sexualidad como una construcción social es el objeto de
la llamada teoría queer, y es precisamente este marco teórico el que aborda
Zanotti sin abusar de jergas académicas, para señalar que la homosexualidad es
ante todo una construcción moderna donde el poder, encargado de reprimir los
placeres, tiene paradójicamente la posibilidad de producirlos.
El dandismo, una matriz de las nuevas identidades
En la antigüedad las grandes ciudades (Atenas y Florencia,
destaca el autor) fueron núcleos que facilitaron la diversificación de las
sexualidades, los lugares en que se forjaron los primeros estereotipos de la
identidad gay. En el siglo XIX la figura del dandy, ese artista empeñado en
hacer de su vida una obra de arte (el Oscar Wilde de El retrato de Dorian Gray,
el J.K. Huysmans de A contracorriente), vuelve la mirada a un pasado que
glorifica el artificio y las posturas trágicas, el culto de la sensibilidad
extrema y el goce de iconos del sufrimiento como la figura de San Sebastián.
En la reivindicación hay un rechazo tajante de reglamentar
la vida privada y del utilitarismo de una sexualidad fincada en la procreación.
Un dandy, recuerda Zanotti, es un ser ocioso, elegantemente frío y estéril, alérgico
al trabajo. Un ser como Des Esseintes, el dilettante en la novela A
contracorriente: “un tipo degenerado de clase alta: último vástago de una
estirpe ilustrada venida a menos, con un sistema nervioso al límite del
agotamiento después de una serie de experiencias juveniles en busca de los
placeres más extravagantes, especialmente sexuales”. El personaje descrito
tiene a menudo un fin trágico, en la cárcel o en un lecho de hospital, o
termina, como el autor Huysmans, orillado a elegir entre el misticismo o el
suicidio.
El dandismo provocador tiene larga vida en Europa y no son
pocos los invertidos que en él encuentran su primer modelo de identificación
exaltada. Luego de un aparente ocaso a raíz de revoluciones del siglo XX, y del
prolongado dominio de una medicalización represiva, con los embates de la
interpretación psicoanalítica y su entronización del Edipo y de la culpa, la
sensibilidad homosexual es de nuevo reivindicada por la cultura pop y en 1964
la escritora estadounidense Susan Sontag le brinda un sustento teórico en sus
Notas sobre el Camp. Lo que en un inicio es un arma defensiva de las minorías
sexuales, se transforma en elemento importante de una identidad homosexual
crecientemente integrada a la cultura de masas.
Mente sana en un cuerpo de gimnasio
En los años setenta el cineasta Pier Paolo Pasolini
reivindica el carácter declaradamente subversivo del deseo homosexual. Según su
apreciación, las relaciones homosexuales no conllevan de modo espontáneo una
lógica de reciprocidad, y el deseo polimorfo se expande como una vegetación
venenosa que permea todas las capas de la sociedad burguesa (Teorema, 1968).
Los encuentros son fortuitos, clandestinos, sin vocación de trascendencia. Son
ilegítimos y oscuros, como en una novela de Jean Genet, y requieren de la
complicidad secreta de sus iniciados en baños de vapor, en mingitorios
macilentos o en los cuartos oscuros de los bares.
Con la aparición del sida, la epidemia que perturba a las
buenas conciencias, se opera una metamorfosis en la identidad y cultura del
hombre gay, quien procura dar de sí mismo una imagen más sana, busca la
aprobación social y la inserción a la vida cívica a través de la conquista de
nuevos derechos, entre ellos el del matrimonio.
Dice Zanotti: “A partir de los años ochenta este ideal se
difunde en todo el universo masculino y el hombre gay se convierte en su
prototipo perfecto: el gay con cuerpo de gimnasio, hedonista y con un buen
empleo, es el ejemplo más perfeccionado del macho actual, y el mercado
enseguida se hará eco de ello. La imagen del antiguo dandy aferrado a una
juventud irreal se ha sustituido por la del gay joven y saludable; lo que
supuso que a los no tan jóvenes (por ejemplo, Foucault) les costara reconocerse
en esta nueva identidad”. La construcción de esta identidad homosexual tiene
como contraparte obligada una estrategia que consiste en desmontar los mitos,
fetiches y prejuicios en torno a una minoría sexual que al cabo de siglos de
discriminación y estigmas, aún reserva al mundo circundante de las mayorías, revelaciones
siempre sorprendentes.